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martes, 6 de agosto de 2013

ALMA

RELATO: ALMA

Buenas tardes, hace ya tiempo hice un relato para el día de Sant Jordi, está incluido en un libro muy especial, "La Rosa de los Sueños" dónde se pueden leer otros maravillosos relatos. Pero, por desgracia, la editorial que lo hizo "Ediciones MA" ha tenido que cerrar. Así que, en homenaje a ese día, y la editora, Anamari Granados, que hizo posible la publicación, os dejo e relato aquí.


<<ALMA>>
¿Qué pensaríais si os dijera que me encontraba tumbada a orillas del Mar Mediterráneo, que el sol brillaba radiante en el cielo, que el agua era tan transparente que podía ver el fondo marino en tonos azul turquesa, y que todo era tan relajante que hasta la espuma de las olas me hacía cosquillas en la planta de los pies?
Seguramente, algunos diréis <<Menuda suerte tiene esta colega>>, o algo así como <<Yo también quiero>>.
Pues ¿sabéis qué? Yo estaba asqueada. Estaba harta de sol y de olas, de tumbonas y cocos tropicales. No tenía ganas de estar de vacaciones. Me aburría soberanamente, deseaba incluso que empezara el instituto. ¿Cuándo había deseado yo eso?
Pues imaginad como me encontraba. Hija única de unos padres currantes, la primera vez que nos íbamos de vacaciones los tres solos, a un pueblo perdido donde las playas vírgenes estaban a la orden del día.
Sí, sí, todo muy bonito. Pero yo no estaba acostumbrada a esa tranquilidad. Tenía ganas de estar con mis amigas, de irnos de fiesta al karaoke o a cualquier pub.
Me gustaba este sitio, sí, pero para estar dos días, no medio verano. Llegaría a casa tostada como un conguito, eso lo podía asegurar, pero iba a estar más aburrida que una ostra.
En contraste con mi infelicidad, mis progenitores eran realmente felices allí; les encantaba estar rodeados de conchas y hamacas.
Podría haberme quejado, pero no lo hice. Entré conforme en hacer esa <<escapadita>> de tan solo un mes (treinta días, ya ves tú, qué era eso). Yo había arruinado su luna de miel. No conscientemente, claro; una no elige cuando ser concebida ni cuando nacer. Pero, según tenía entendido, mi madre había pasado un embarazo fatídico, de esos en los que piensas <<Uno y no más, Santo Tomás>>. Supongo que por eso me encontraba en esas: mis padres nunca se habían decidido a tener más hijos, después el trabajo nos les había dado tregua, y ahora… bueno, yo estaba más que criada, con una adolescente de quince años, a ver quién quería tener otro hijo.
<<Míralos>>, me dije, observándolos por el rabillo del ojo. <<Parecen más quinceañeros que yo>>. ¡Se estaban besuqueando en medio de la playa! Pero no besos castos de esos que todos los padres se dan cuando sus hijos son mayores y tienen uso de razón, sino besos apasionados, de esos que te gustaría darte a ti en la última fila del cine con tu novio.
No lo entendía. ¡Estaban desatados desde que estábamos allí! Sería el placer de estar en ese paisaje paradisíaco, no sé, pero pocas veces me habían revuelto el estómago así.
No es que no quisiera que disfrutaran de ese sitio, ni que no se demostraran su amor. Pero, bueno, ¡era raro! Nunca los había visto en ese plan. Y joder, a la vez que grima, me daban un poco de envidia.
<<¡Por favor, marchaos a un hotel!>>
Decidí dejar de contemplar la escena. Iba a investigar qué podía ofrecerme San José; ese pueblecito lleno de playas despobladas de vida urbanística.
Debía de reconocer que era agradable estar allí; no había visto nunca unas playas como aquellas. Rezumaban vida por todos lados, pese a estar rodeadas de arena y ningún resquicio de plantas.
No sabría explicarlo. Yo sabía que estar allí sería el sueño de muchos; disfrutando de sol, arena y agua.
Pero no era lo mío.
A mí me gustaba estar en la ciudad, ir a casa de una u otra amiga, ir de compras, quedar con César…
¡Ay, cómo lo echaba de menos! Sus ojos azul marino visitaban mi mente a todas horas, su elegante porte no paraba de dibujarse en mi imaginación; no podía parar de pensar en él. Nos habíamos dejado algo muy importante a medias.
Justo antes de terminar el curso, habíamos quedado un par de veces, para salir a dar un paseo, tomar un helado… Yo había estado coladita por él desde el año anterior. Y ahora, por fin, cuando ya se había atrevido a dar el paso, mis padres me habían venido con la noticia de que nos íbamos de  vacaciones. Pero no una semana, o diez días, no; un señor mes.
Me había sentado como un cubo de agua fría. Todo un año esperando este momento, un verano para mí y para César…
En fin, ya les había dicho que sí. Estaban tan entusiasmados, que yo no iba a ser la que les aguara las vacaciones.
Me recogí mi pelo castaño en una cola y me puse a explorar los alrededores de la cala; había visto unas cuevecitas a lo lejos. Y sí, eso quería yo, estar lejos de mis padres un buen rato. Así que nada, ahí, bajo el sol abrasador y con la sal más que pegada al cuerpo, me dispuse a saltar piedras empapadas por las olas. Menos mal que se me había ocurrido traerme las chanclas duras, sino, mis pies no lo hubiesen contado.
Había olvidado mis gafas de sol, y mis ojos verdes estaban más que cansados de entornarse para intentar ver algo. Así que decidí buscar un poco de sombra y darles un respiro.
Encontré una pequeña cueva, dejé la toalla en el suelo y me senté con los pies metidos en el agua.
Fue allí, en aquel lugar, donde descubrí mi mayor distracción, y por la cual cuento esta historia. Él había venido arrastrado por la moda de viajar en caravana y su nombre era Aimé.
–¿Quién eres? –su voz me sobresaltó por detrás.
Grité de terror mientras me levantaba del suelo, perdía el equilibrio y acababa en el agua.
Solté un taco, me había hecho daño en el trasero; esas piedras eran muy puntiagudas.
–¡Cuidado! –Demasiado tarde–. ¿Te has hecho daño? ¿Estás bien?
No sabía qué palabra no había entendido de << ¡Ay, joder, me duele!>>.
Me tendió una mano y me ayudó a levantarme. Fue entonces cuando me fijé en él; su mano era firme y bronceada, su brazo fuerte y estilizado, como sus piernas y su torso… e intuía que todo en él. Meneó la cabeza para sacudirse el agua, y sus rizos rubios me saludaron llenos de destellos salados. Después, su mirada avellana me observó preocupada.
Me había quedado muda pero es que…
Dios, ¡era guapísimo!
–Sí –titubeé–. No ha sido nada –mentí como una bellaca.
Su rostro se relajó. Me soltó la mano y se pasó la suya por el flequillo, apartándose los rizos mojados del rostro.
–Lo siento, quizás debería haber avisado. –Sonrió un poco nervioso, no sabiendo cómo disculparse mejor.
¡Taquicardia, taquicardia! ¡Menuda sonrisa!
Me obligué a mí misma a cerrar la boca, y de paso, no parecer tan estúpida.
–Tranquilo. Me asusto con nada –confesé.
Él colocó su toalla junto a la mía y se sentó. Yo hice lo mismo.
–¿Eres de aquí? –me preguntó, poniendo sus increíbles ojazos marrones en mí.
Me removí, nerviosa en el sitio. Sinceramente, aun estaba un poco aturdida por el susto y, además, él hacía que me pusiera como un flan.
–No, he venido de vacaciones con mis padres.
–Bienvenida a mi club. –Y a esa frase le siguió otra bonita sonrisa.

Estuvimos hablando un buen rato. Él, al parecer, viajaba constantemente, no había vivido un año seguido en el mismo sitio desde que había cumplido los doce. Sus padres eran muy liberales y siempre andaban para acá y para allá, viendo mundo.
Debo de reconocer que, comparada con mi vida, en la misma ciudad siempre, me resultó fascinante su relato. Explicaba todo lo que había vivido con emoción, dejándose llevar por sus recuerdos. Y a mí con él. Nunca había entablado conversación con un desconocido de esa manera. Ahí estábamos los dos; en la cueva de una cala de una playa de un pequeño pueblo perdido llamado San José, a orillas del Mar Mediterráneo, sin saber el nombre del otro y contándonos nuestra vida como si nos conociéramos desde siempre.
Era la primera conversación larga que tenía desde hacía una semana, que, lejos de ser aburrida, me creó nuevas expectativas sobre el mundo. También era la primera vez que no me arrepentía de haberles dicho que sí a mis padres por hacer este viaje tan largo.
Nos quedamos mucho tiempo en la cueva, tanto, que se nos hizo de noche.
Aun recuerdo el atardecer desde las rocas; el cielo anaranjado con los últimos rayos de sol y la luna en el lado opuesto.
Mis padres se habían vuelto locos buscándome; no era normal que desapareciera tanto rato. Mi nuevo amigo me acompañó hasta llegar sana y salva a su lado. Se presentó ante ellos (así descubrí su nombre) y a mis padres les cayó bien desde el principio; la verdad es que sabía muy bien como ganarse a la gente. Y a ellos se los metió en el bolsillo en un segundo. Quizás fuese por eso por lo que nunca me pusieron pegas para quedar con él después.
–Me tengo que ir –me dijo después de despedirse de mis padres.
–Lo sé, espero verte mañana por aquí.
Me había dicho que se iba a quedar unos días, tan poco era tan raro verlo una vez más. Al menos, eso esperaba yo.
–En la cueva, a la misma hora.
Asentí toda sonriente, como él. ¿Qué tenía ese chico que me hacía enseñar los dientes a cada instante?
–¡Alma! –me llamó mi madre en la distancia, debíamos irnos ya.
–¡Voy! –le dije girándome un momento en su dirección.
Y, cuando volví a poner los ojos en él, lo sorprendí mirándome fijamente.
–¿Qué? –no pude evitar preguntar. Hacía un par de segundos tenía dibujada una sonrisa en los labios, y ahora estaba serio, escrutándome.
–¿Te… llamas Alma? –Sus ojos castaños parecían impresionados.
–Sí. Sé que no es un nombre muy común, pero tampoco es tan extraño, ¿no? –Me encogí de hombros, no sabía qué era lo que lo había inquietado tanto –. Bueno, mañana en la cueva. Tengo que irme.
–Sí, mañana. –De repente, se relajó y volvió a ser el de siempre.
A lo mejor había lanzado las campanas al vuelo muy pronto y era un rarito después de todo.

Me pensé seriamente eso de ir a las rocas al día siguiente. Le había dado vueltas a su comportamiento toda la noche. Bueno, en realidad, no. A lo que le había dado vueltas había sido a su sonrisa radiante, a su cuerpo escultural, a sus ojos color miel cuando el sol les daba de lleno...
Y así, sin darme cuenta, ya había empezado a ir a esa cueva encavada en la roca rodeada por mar del día anterior.
¿Y si no estaba? No se me había ocurrido pensar que podría ser una broma. Yo, normalmente, tampoco es que fuese muy confiada, pero en esta ocasión, tenía ganas de comprobar que no me había mentido, encontrarme con él, echar unas risas...
Me llevé un disgusto cuando no lo vi allí. Había caído en sus garras como una imbécil, seguro que ahora estaría riéndose de lo lindo.
Iba a darme la vuelta, para irme por donde había venido, cuando escuché unos pasos detrás de mí. Me giré sobre mis talones para comprobar que no estaba loca y que había escuchado a alguien andando de verdad. No sé qué cara pondría al verlo, pero sentí que los colores me subían.
¿Por dónde había llegado?
Me recibió con su esplendorosa sonrisa de siempre.
–Alma –puntualizó mi nombre de una manera significativa–, te estaba esperando.
Enarqué una ceja.
–Si llevo aquí un rato. Eso es imposible.
Él me miró confuso, como si le hubiese tirado una piedra a la cabeza. Después, cayó en algo y asintió.
–No has llegado al interior de la cueva, ¿verdad?
¿La cueva? Si era enana.
Negué con la cabeza, pensando que estaba como un cencerro.
Él me indicó con el dedo que lo siguiera.
Resulta que había una grieta enorme en uno de los laterales de la roca, pero, tonta de mí, no me había dado cuenta.
–Vaya, no tenía ni idea de este mundo subterráneo –dije, bajando las escaleras naturales hechas de piedra.
–Entonces te encantará este paraíso.
El <<paraíso>> ya me encantaba, no había visto playas más bonitas en mi…
Tuve que detener mi verborrea mental cuando entendí a lo que se refería. Ahí abajo había otro mundo; uno hecho de corales de colores que brillaban como el sol. Era como estar delante de un arcoíris acuático.
–¿Cómo has descubierto esto? –pregunté, con la garganta seca de repente. Eso era impresionante.
Él sonrió divertido.
–Me caí sin querer por esa grieta y… mira el resultado. –Miró a su alrededor, como yo llevaba haciendo desde hacía dos minutos, sin parpadear–. Creo que es un sitio poco concurrido, así que será nuestro secreto, ¿vale? No me gustaría que la gente se cargara todo esto.
Asentí porque no podía hablar. ¡Menuda maravilla! Un biólogo marino sería muy feliz allí.

Estuve toda la tarde con él y su tabla de surf. ¿Cómo podía hacerlo tan bien? Intentó enseñarme a mantenerme en pie sobre ella, pero era imposible. Siempre había sido negada para los deportes terrestres, los acuáticos, no iban a ser menos.
            –Quizás deberías comprarte una  más pequeña –me sugirió, enarcando una ceja cuando me caí por enésima vez de ese trasto endemoniado.
            Yo bufé, expulsando el agua que acababa de tragar.
            –No creo que sea buena idea. Sé nadar a duras penas, y eso que di clases de natación. Pero el deporte no es lo mío. –Hice una mueca al recordar lo patosa que había sido en aquella piscina climatizada–. Además, aquí no hay tiendas, no sé dónde podría comprar nada.
            Él levantó sus perfectas cejas rubias, confundido.
            –Claro que hay tiendas, en el puerto. Son pequeñas, pero ahí están.
            ¿Este sitio tenía puerto?
            Creo que leyó mi cara de incredibilidad, pues me contestó a la pregunta que no había formulado en voz alta.
            –Pero ¿tú que has visto del pueblo? Hay un puerto que se usaba como entrada marítima a la aldea, por allí. –Señaló con su dedo a… bueno no sé qué punto era exactamente, no sabía bien ubicar el Norte del Sur en esos momentos.
            Me quedé pensando en esa pregunta. ¿Qué había visto yo de allí? ¡Pues nada! Sol y playa. Sol y playa y cocos tropicales. Ah, ¡y hamacas!
            Me encogí de hombros.
            –No he hecho mucho turismo, la verdad.
            Su cara se tornó pensativa e intrigante.
            –Pues eso tenemos que arreglarlo. Probablemente tus padres no vuelvan a traerte aquí nunca más, tienes que aprovechar.
            Bueno, yo no estaba muy segura de eso… Que no lo dijese muy alto… porque ya me veía allí el verano siguiente. Aunque, ahora que estaba él, el sitio empezaba a gustarme mucho más.
            –Mañana –continuó–. Mañana visitaremos el puerto. Iré a buscarte temprano a tu casa. ¿Dónde vives?
            ¿Era correcto decirle a un chico que no conocía de nada dónde me alojaba de vacaciones? Vale, me caía bien, y a mis padres también, pero bueno, no sé, tampoco era plan, supongo.
            Lo más lógico hubiese sido quedar en algún sitio intermedio entre donde se encontraba su caravana y dónde estaba nuestro pequeño bungaló alquilado. Pero, cuando él me decía algo, mi cabeza no razonaba bien, así que acabé por decírselo.
            Esa tarde llegué a una hora decente junto a mis padres, y si lo hubiese sabido, me hubiese retrasado un poco más. Los dos estaban muy acaramelados en sus respectivas butacas siamesas sin dejar de mirarse como dos locos enamorados.
            Me dio cosa interrumpirlos, pero bueno, que hubiesen decidido tener una hija en otro momento. Yo ya estaba allí y quería marcharme a casa, para ducharme e irme a dormir pronto, al día siguiente haría mucho turismo.

La mañana me regaló un cielo con tintes turquesas, azules y blancos. Hacía algo de frío incluso. Qué raro, con lo poderoso que se erguía el sol en el cielo a media mañana. Pero, en esos instantes, el astro rey no había acabado de salir, y la luna se reflejaba aun en el cielo como una difusa pelota blanca sin querer irse.
            Me bebí un vaso de leche y les dejé a mis padres una nota. Ya les había dicho que había quedado con Aimé. Y no creo que estuviesen muy preocupados por ese hecho, la verdad. Pero, como estaban tan ensimismados en su burbuja rosa últimamente, preferí prevenirles otra vez de que no sabría a qué hora llegaría a casa.
            Esperé impaciente unos cinco minutos a que Aimé tocara a mi puerta, al no hacerlo, decidí asomarme yo.
            Me quedé a cuadros: yo también tenía otro mensaje.
            Estaba hecho con conchas y piedras, bien grande para que pudiese verlo desde todos los ángulos de ese pequeño porche.
            <<Alma, te espero en el faro>>.
            ¿Cuánto tiempo podía llevar eso escrito ahí? Nadie me había dejado un mensaje así nunca. A mi pesar, sonreí como una boba. Cogí un par de conchas y quité algunas piedras, para desmontar el mensaje. Me había gustado mucho, pero no hacía falta que lo viesen mis padres. Por los vecinos no me preocupaba: no teníamos; ahí los bungalós en alquiler estaban lo bastante lejos los unos de los otros como para no verse ni de lejos.
            Corrí hacia el faro. No quedaba lejos de mi casa. Y aunque se veía diminuto, no me costó mucho alcanzarlo.
            –¿Aimé? –grité en medio de ese viento refrescante. Quizás debería haberme llevado una sudadera o algo, ¡qué frío!
            Él asomó sus bonitos rizos desde lo alto del faro.
            –Sube. –Me indicó con el dedo unas escaleras con forma de caracol, algo estrechas.
            Llegué con la lengua fuera a lo alto. ¿Qué hacía ahí? ¿No íbamos a ir al puerto?
            –¿Tú no puedes dejar una nota debajo de la puerta o algo así, como las personas normales? –inquirí, jadeando por la subida a toda pastilla.
            Él estaba contemplando las vistas desde el mirador del faro, con su pequeña melena rizada flotando a compás del viento. En cuanto me escuchó, se giró hacia mí, divertido.
            –Yo no soy normal. –Sus labios pícaros me instaron a sonreír, emulando su sonrisa.
            –En eso, te doy toda la razón. ¿Se puede saber qué haces aquí? –inquirí, acercándome a él.
            –Cuando te asomes aquí, lo comprobarás. –Me invitó con la mano a contemplar las pintorescas vistas que tenía ese faro.
            Me quedé embelesada. ¿De verdad ese pueblo era así de bonito? El puerto del que habíamos hablado el día anterior no se encontraba lejos. Unos cuantos pescadores estaban preparando sus redes para adentrarse con sus pesqueros en el mar. Las pocas personas que circulaban por aquellas horas de la mañana por el pequeño paseo marítimo, se saludaban amablemente. Los dueños de los pequeños bares y cafés que habitaban en ese diminuto paraíso con vistas al mar, abrían sus respectivos negocios, enérgicos por trabajar otro día más en su singular pueblo. Pude también vislumbrar la cala a donde iba con mis padres. Se veía tan desértica como siempre, pero, las sombras de la mañana con los incipientes rayos de sol, le daban un halo mágico, todo ello armonizado  por la música que emitía el vaivén de las olas arrastradas por la corriente marítima.
            Nunca había visto el mar levantado en esas playas desde que había llegado, pero, en ese momento, la serenidad que había era pasmosa. Y tentadora. Me entraron ganas de sumergirme en el agua, de aprovechar su calma y deleitarme nadando en sus movimientos lentos y suaves.
            –¡Esto es alucinante! –confesé con la boca abierta.
            –Ya te dije que no has visto el pueblo –comentó divertido–. Este es nuestro mapa. –Abrió los brazos, acogiendo con ellos la extensión del pueblo entero–. Quizás pienses que esto no da para mucho, pero te sorprendería todo lo que puedes hacer aquí.
            Esta vez, lo creí a la primera. ¿Qué podía decir yo después de haber sentido todas esas emociones desde el mirador de un destartalado faro?

Me dejé arrastrar por su alegría contagiosa mientras andábamos hacia el puerto. El olor a sal no tardó en aparecer en mis sentidos. Nunca me había gustado especialmente ese aroma a agua salada, pero esta vez, lo sentí de otra manera.
            Nos compramos un bocadillo para comer por ahí. La gente era muy amable en aquel lugar. No era un sitio muy turístico, ya que era un paraíso perdido, pero me sorprendió mucho cómo nos trataron, aun siendo forasteros. El concepto de pueblo pequeño que yo tenía cambió vertiginosamente en dos segundos.
            –Nos vamos a alta mar –me informó, pillándome completamente desprevenida.
            Lo miré, inquisitiva.
            –No pienso volver a subirme en esa tabla de surf tuya –afirmé seriamente.
            No, ni de coña volvía a surcar, si se puede llamar así lo que yo había hecho el día anterior, las olas de esa manera. Había estado más debajo de la tabla que sobre ella.
            Él soltó una carcajada.
            –No se me ocurriría llevarte a alta mar con mi tabla.
            Lo observé confusa.
            –¿Entonces?
            A nado tampoco pensaba ir. Vamos, lo que me faltaba.
            –En eso. –Señaló el embarcadero–. Se llaman barcos y sirven para navegar en el mar.
            Puse los ojos en blanco. Estaba familiarizada con el concepto de <<Barco>> por muy de ciudad que fuese.
            –Vale. Tienes una caravana, una tabla de surf, y ahora ¿un barco? –Le dediqué una mirada escéptica pero traviesa, creyéndome que eso no era posible.
            Una sonrisa pícara asomó en sus labios.
            –Me gustaría decirte que sí. Pero no, mis padres lo alquilaron ayer. Y hoy no piensan cogerlo, así que… es todo nuestro. –Me instó a subir con él a una plataforma de madera  con varios pivotes recubiertos por grandes cuerdas anudadas unidas a sus respectivos botes.
            No estaba muy segura de subir o no. La pasarela esa que me llevaría al interior del bote no se veía muy firme. ¿Y si me caía?
            Aimé notó mis dudas, él había subido sin esfuerzo.
            –Es seguro –me animó.
            Yo le creí, como hacía con todo lo que me decía. Me armé de valor  e intenté no mirar hacia las inestables tablas por las que estaba cruzando.

La lancha motora que habían alquilado sus padres corría a la velocidad del rayo. Me puse el salvavidas naranja para la tranquilidad de Aimé, y él se puso el suyo para la mía, aunque ya no tenía miedo. Las vaporosas gotas de agua me refrescaban los sentidos, la costa se veía pequeña y apacible desde lejos, y el mar estaba tan claro que veía el fondo.
No puedo afirmar solemnemente que mirar hacia abajo no me imponía, pero, aun así, no me parecía tan malo estar ahí, a no sé cuántos metros de la orilla.
            –¿Quieres que vayamos a una cala que no queda lejos de aquí? Solo se puede ir en barco, no es accesible a pie.
            Miré hacia la costa, eso sería alejarse mucho. ¿Me iba a sentir tranquila sin ver la orilla? Probablemente no. Pero tampoco quería quedar como una miedica y perderme otro lugar exótico. Mis padres no alquilarían un barco, seguro.
            Lo escruté unos segundos con el ceño fruncido, sin saber aun qué contestar.
            –¿Estás seguro de que podrás llevar la lancha tú solo hasta allí?
            Él me miró con chulería.
            –Of course! Llevo subiéndome en lancha casi tanto tiempo como hago surf.
            Lo observé, recelosa. ¿Cuántos años me había dicho que llevaba haciendo surf? Desde los once, y ahora tenía diecisiete. No estaba muy convencida en realidad, pero él estaba tan seguro de sí mismo, que me instaba a estarlo yo también.
            –Vale –acepté.
            –¡Bien! ¡Avance todo! –Le metió el turbo a la lancha y caí hacia atrás del impulso.
            Ahora no estaba nada segura de haberle dicho que sí…

Llegamos a la pequeña cala en cuestión de minutos. Me sentía mareada, la verdad. Me alegraba de no haber desayunado mucho, si no, probablemente hubiese vomitado ya.
            –¿Te encuentras bien? –Creo que me miró preocupado, aunque la nebulosa de mis ojos no me dejaba apreciarlo bien.
            Cogí una buena bocanada de aire y la expulsé lentamente. Quería sonar firme cuando le contestara.
            Él se arrodilló a mi lado, preocupado; yo había puesto mi cabeza entre las piernas.
            –Sí, claro –dije lo más segura que pude–. Dame un par de minutos para que me recupere.
            Se sentó a mi lado, paciente, sin decir nada hasta esperar a que me recompusiera. Después me ayudó a bajar por las pequeñas escaleras de la cubierta hasta la orilla del mar. Casi hubiese preferido las tablas por donde había subido antes; la escalera estaba muy empinada. No obstante, agradecía poder poner pie en tierra firme.
            Aimé terminó de amarrar la cuerda a unas rocas. No sabía de dónde sacaba esa fuerza; él no era especialmente corpulento. Ni gordo ni delgado, tenía músculos visibles, pero tampoco descomunales. Así que, me quedé embobada, observando cómo ataba esa gigantesca cuerda él solito. Le había ofrecido mi ayuda, pero la había rechazado por <<mi estado de salud>>, aunque ya me encontraba mucho mejor.
            Me fijé en las grandes piedras que se erguían ante nosotros, haciendo un semicírculo para resguardarnos del viento. Cautivada por sus múltiples formas, me dispuse pasear a lo largo de su extensión. La arena era fina y brillante, las olas dejaban destellos plateados sobre ella. Había algunas conchas con colores que no había visto antes. Cogí un par de ellas, para llevármelas como recuerdo. Aimé me seguía los pasos, embelesado él también por el entorno.
            Llegué hacia el final de la cala, las rocas se abrían ante mí por medio de dos pilastras de grosores diferentes. Decidí traspasar ese pequeño arco natural, y estallé de emoción al descubrir lo que se escondía tras esas columnas improvisadas que hacían de puerta. Tres pequeñas cascadas caían desde lo alto de un pequeño acantilado hacia el mar.
            –¡Es impresionante! –exclamé sin poder cerrar los ojos, temiendo que esa visión se evaporara si lo hacía.
            –Sí que lo es –convino él conmigo también–. Es agua dulce.
            Lo miré con los ojos desorbitados y la boca abierta.
            –¿Cómo es posible?
            Se encogió de hombros, claramente divertido por mis expresiones faciales.
            –Misterios de la naturaleza.
            Me adelantó y me ofreció una mano para llegar hasta las pequeñas cascadas. Costaba un poco alcanzarlas, ya que la arena había dejado de ser fina, y ahora, lidiábamos con pedruscos de diversos tamaños.
            Nos bañamos bajo esos chorros cristalinos horas y horas, olvidándonos de que el tiempo pasaba y el sol se esfumaba. Ni siquiera habíamos comido cuando nos dimos cuenta de que los rayos de sol nos estaban abandonando.
            –Deberíamos irnos –dije, contemplado el paso previo al atardecer, me había dado frío de repente.
            –Sí, es cierto –me apoyó él, mirándose los dedos de las manos, tan arrugados como los míos.
            Retrocedimos sobre nuestros pasos para volver a donde habíamos dejado la lancha. Ahí estaba, amarrada a esa gran roca, tal como la habíamos dejado nosotros. Solo que ahora no brillaba y se discernía completamente, sino que estaba rodeada por la inminente sombra que había relevado al sol.
            Me estremecí, me gustaba más antes. Ahora el paisaje era borroso y oscuro.
            Pasé mi toalla por encima de mis hombros, se me estaba congelando el cuerpo pues no me había secado bien.
            Aimé desató ese nudo marinero que había aprendido a hacer no sé cuántos años atrás, en sus comienzos como surfista, y nos pusimos en marcha para volver.
            No me había dado cuenta de lo lejos que habíamos llegado. O a lo mejor es que estaba deseando volver tan rápido que los segundos se me hacían desesperadamente lentos. La cosa es que no veía el momento de ver la costa, desembarcar y volver a pisar tierra firme.
            Un olor a quemado llegó a nosotros.
            –¿Qué es eso? –inquirí alarmada.
            Aimé también parecía preocupado, toda su seguridad se había ido, junto con su adorable sonrisa de la tarde.
            –¿Qué sucede? –insistí, cada vez más ansiosa. No me estaba gustando nada el ceño fruncido de sus ojos y sus labios.
            –Creo… creo… que se ha roto.
            Mi primer impulso fue reírme, como si me hubiese contado un chiste gracioso. Pero, después, la preocupación inundó mi cara. Más cuando ese trasto se paró en medio de la nada.
            –¿Cómo que se ha roto? –vociferé en medio de la noche estrellada que acababa de aparecer ante nuestras cabezas.
            –Pues eso… que se ha roto. –Su tono era mucho más bajo que el mío, como resignado.
            Me levanté de golpe del asiento, histérica.
            –Aimé, eso no puede ser. –Utilicé toda la calma que me quedaba para no hablarle mal y sonar como una persona cuerda y equilibrada–. Tú me dijiste que sabías cómo funcionaba esto.
            –Y lo sé. Pero si el motor está defectuoso, no es culpa mía. –Ocupó el sitio que yo acababa de abandonar, suspirando.
            Yo me puse más histérica, tanto, que ya no sentía el frío.
            –¿Cómo no vas a saber si está mal o no? –inquirí, claramente descontrolada.
            –Antes funcionaba perfectamente. Yo no soy el responsable de que se haya roto –se defendió, aunque yo pensaba que no lo había atacado.
            Me encaré a él, apenas podía discernir su rostro en la oscuridad.
            –No deberías proponer nada si no estás preparado para estas situaciones de emergencia –le recriminé, borde. Aunque luego me arrepentí.
            No me hacía falta verle la cara para saber que le había hecho daño mi comentario. Veía sus ojos marrones en mi mente, tristes por mi mordacidad.
            –Vale –me calmé–. Sé que no tienes la culpa, perdona. –Me senté junto a él–. Pero, ahora ¿qué hacemos?
            Casi no podía creerme que hubiese hecho la pregunta con una voz tan segura, dadas las circunstancias.
            Él respiró hondo.
–Pues pasar la noche aquí hasta que se haga de día y comprobemos dónde estamos, o esperar un milagro y que esto funcione otra vez. Y, como última opción, que nos rescaten. Lo que antes ocurra.
            Mis ojos se expandieron tres cuartas.
            –¿Y ya está? ¿Esa es tu solución? ¿Esperar?
            Sentí que se encogía de hombros, frustrado.
            –¿Qué otra cosa sugieres?
            Bueno, no sabía qué decir, había supuesto que tendría por ahí alguna bengala de emergencia como en Titanic.
            –¿No hay nada que pueda alertar a los demás de que nos encontramos aquí? ¿Una luz, un petardo, una sirena?
            Vi que él negaba con la cabeza, pero, por si no quedaba claro, dijo:
            –No. No hay nada, siempre cogemos esto de día. Como todo eso ocupa mucho sitio, mis padres solo dejan los flotadores por si pasa algo; son buenos nadadores, no tienen miedo de cruzar el océano nadando.
            ¡Qué bien! Pues yo no me parecía en nada a ellos, y me entraban ganas de denunciarlos por no tener las medidas de socorro pertinentes.
            De repente, caí en algo.
            –¡A mis padres les va a dar algo! Yo solo les he dicho que salía contigo, no que nos íbamos a alta mar.
            <<A lo mejor piensan que me ha secuestrado>>, añadí para mi interior. Una cosa es que no les hubiese dicho hora de vuelta, pero otra muy distinta era no llegar nunca.
            De cualquier manera, tendríamos que pasar la noche allí. Y al día siguiente, calibrar nuestra posición, si sobrevivíamos.

Me enfurruñé con él. Comimos en silencio los bocatas que no nos habíamos comido a la hora que debíamos. Me tumbé sobre la superficie de la lancha, haciendo todo lo posible por no volver a marearme. ¡Qué fría estaba, joder!
            Él se quedó sentado todo lo lejos de mí que podía permitirse. No habíamos vuelto a hablar desde que habíamos discutido, y yo no tenía ninguna gana de hacerlo.
            La noche estrellada era preciosa, la verdad. Y yo y mi insomnio la contemplamos un buen rato. Total, no teníamos nada mejor que hacer.
            No sabía si él estaba dormido o no, aunque ahora que todo estaba en calma y tan oscuro, me apetecía hablar.
            –¿Por qué te sorprendió tanto que me llamara Alma? –lancé esa pregunta al azar, era lo primero que me había venido a la mente después de darle muchas vueltas a esos dos días.
            Ciertamente, no esperaba respuesta alguna. Había sido más bien como un pensamiento en voz alta.
            Pero, para mi sorpresa, su voz resonó en medio de la oscuridad:
            –Porque es muy bonito, diferente –contestó.
            No sé por qué, pero ahí, sin verle la cara y todo, sentí que sus palabras no fueron del todo claras.
            A lo mejor su ex novia se llamaba así, o algo por el estilo.
            –Y tú, ¿por qué le tienes tanto miedo al agua? –contraatacó él.
            Me removí en el sitio cambiando de posición, esto tenía pinta de acabar en una conversación larga.
            –Porque de pequeña casi me ahogo en una piscina. Lo pasé muy mal. Y desde entonces, odio el agua. Aunque ya no tengo tanta fobia como hace unos años, mira donde estoy.
            Estábamos bastante relajados para encontrarnos en medio del mar, solos, sin comida y sin muchos indicios de un rescate inminente. El agua ayudaba mucho; se escuchaba un leve rumor cuando las olas chocaban con el casco del bote.
            –Yo también tuve problemas cuando empecé a surfear. Al principio, todo era muy complicado, incluso era más patoso que tú. –Calló unos segundos, supuse que sonriendo por el recuerdo de mis caídas del día anterior–. Pero luego se convirtió en algo cotidiano, fácil.
<<Pues mira, tu locura por el agua te ha llevado a estar en esta situación en la que nos hallamos>>, tuve el impulso de decirle. Pero creí que sonaría demasiado mal. Y yo ya no estaba enfadada. Estábamos ahí. Punto. No había más que hacer. Además, yo había aceptado hacer esa excursión, no era culpa suya.
            –Lo siento –dijo de repente.
            Me incorporé rápidamente, para mirarlo. Aunque luego recordé que no lo podía ver en medio de la noche que nos envolvía.
            –Yo también lo siento. Me he pasado.
            –No, es cierto. Todo esto es por mi culpa.
            Iba a contestarle que claro que no, que no se preocupara, que veríamos lo que hacíamos mañana, pero una brisa suave llegó volando a nuestro alrededor, gélida como el Polo Norte. Y empezaron a castañearme los dientes.
            Volví a colocarme la toalla sobre los hombros, olvidándome de la conversación y centrándome en mantenerme caliente.
            –¿Puedo? –preguntó.
            No entendí nada.
            –¿Qué?
            –Sentarme a tu lado, para que no tengas tanto frío.
            Desde luego, era muy caballeroso. Él no parecía sentir hipotermia; sus dientes, al menos, no imitaban a los míos.
            Otra brisa fría nos alcanzó y eso fue incentivo suficiente para que le dijera que sí, que corriera hacia mí, pues era insoportable.
            Su toalla era más grande que la mía, así que, después de acomodársela un poco él, la estiró para pasarme un buen trozo por los hombros.
            –Gracias –le susurré en medio de un castañeo incesante.
            –De nada –contestó más bien triste.
            –En serio, no… te… preocupes –dije, aunque parecía tartamuda ya.
            Me abrazó aun más, y pude oler la sal todavía en su cuerpo. Me resultó embriagadora esa mezcla de sales saladas fusionada con su aroma corporal. Era un olor suave y enigmático, nuevo para mí.
            Recordé a César en ese momento, su perfume cuando habíamos salido. Lo cierto es que no me gustaba mucho. Me había dejado llevar por su ropa cara y sus pequeños regalos, pero ¿él hubiese sido capaz de enseñarme alguna cosa tan maravillosa como estos parajes que había visitado en los dos últimos días?
            César era muy divertido, claro que sí. Pero solo pensaba en el reloj que se compraría el mes siguiente, en la ropa de marca que había salido nueva esa semana, en los coches que tendría cuando fuese mayor, conducidos todos por un chófer particular. Me daba cuenta de que era muy materialista, y que yo me había cegado con ese materialismo también. Ahora estaba en una situación completamente diferente, estaba pasando la noche al raso, con una toalla como único utensilio para resguardarme.
            Bueno, y Aimé.
            ¿Hubiese hecho todo esto César si hubiésemos estado en la misma situación? ¿Hubiese estado tan tranquilo y sereno como Aimé, sin perder los nervios sabiendo que eso no valdría para nada? Seguramente no.
Mi mente simuló una escena imaginaria. Solo que no era Aimé quien estaba ahí conmigo, ayudándome a no tener frío. En esa escena, César gritaba como un loco histérico, preocupándose por sí mismo, dejándome sola y a merced de la noche.
            –Me alegra estar aquí, contigo –confesé entre susurros, sincera.
            Sentí que su cuerpo se removía a mi lado. Estaba mirándome, imaginaba, con los ojos como platos.
–<<Alma>> –volvió a decir mi nombre con ese deje significativo que había captado mi atención la primera vez.
No sabía por qué mi nombre producía esa reacción en él. Y la verdad, en ese momento, ni me importaba. Estaba muy tranquila allí, abrazada a su cuerpo, como para ponerme a pensar en eso.
Sus dulces dedos salados buscaron mi barbilla, la levantaron suavemente y me vi invadida por una oleada de calidez. Sus labios se habían posado en los míos, devolviéndome algo del calor que había perdido.
Al principio me pareció extraño, pero luego, le devolví el beso, saboreando su sabor a sal.
La toalla resbaló un poco a nuestra espalda, pero nos dio igual. Estaba empezando a entrar en calor. Seguramente, dentro de unos minutos, ya ni me haría falta.
Pero la magia del momento se acabó en unos segundos. No nos habíamos dado cuenta de que el oleaje se había vuelto más arisco. Nuestro bote comenzó a moverse, haciendo que diésemos un respingo, y después, fuimos sacudidos contra las paredes de la lancha.
–¿Qué pasa? –inquirí, aun sin entender.
–La marea se ha levantado –gritó.
Dio palos de ciego hasta llegar al motor. Comenzó a tirar de la cuerda, con insistencia. Ese cacharro no le hacía caso.
Volví a sentir el pánico. ¡Nos íbamos a ahogar! Ya está, este era el fin.
–¡Agárrate a lo que puedas! –vociferó.
El oleaje era cada vez más agresivo, no había recibido tantos golpes en mi vida. Ya casi ni sentía mi cuerpo dolorido, ni el frío, ni nada en realidad.
Me aferré a las cuerdas de los laterales lo mejor que pude, todo lo que ese movimiento desenfrenado me permitía. Me dolían las manos. No creía que pudiese aguantar mucho tiempo así.
–¡Aimé! Ten cuidado –le grité sobre el silbido del viento.
Él no me contestó, estaba metido de lleno en su empeño por hacer que la lancha funcionara.
De repente, escuché un grito y su figura oscura desapareció de mi vista.
–¡Aimé! ¡Por favor, dime que estás ahí! –chillé a punto de llorar.
Nadie contestó. En su lugar, creí escuchar vagos murmullos de su voz, aunque no podía estar segura, el viento me azotaba los oídos, la cabeza me daba vueltas y todo se volvía confuso e inconexo.
<<Ya está>>, me dije. <<Hasta aquí hemos llegado>>.
Mis manos se escurrieron de su agarre. La cuerda se perdió de mi campo de percepción en breves instantes. Me deslicé por toda la superficie del bote, sin volver a encontrar ningún soporte donde aferrarme.
Me di un golpe en la cabeza, ya de por sí atormentada, ahora sí que no sentiría nada. Todo el dolor estaba desapareciendo, incluso la noche se estaba quedando atrás para dar paso una luz cegadora.
De repente, un ruido atroz invadió mis sentidos, como un motor rugiendo. Sabía que no era la lancha, era otra cosa, pero no sabía decir qué, mi mente no me dejaba articular pensamientos.
Cerré los ojos, esa insistente luz me obligaba a hacerlo, además, mis parpados tampoco tenían ganas de estar ya abiertos.

Me desperté en la camilla de un hospital, sin saber qué había pasado. ¿Por qué llevaba yo todas esas vendas puestas? Mi madre se encontraba a mi lado, era el mismo reflejo de la angustia, ¿por qué? De repente me di cuenta de que era por mí. Y recordé que lo último que había visto había sido una luz brillante en medio de los vaivenes descontrolados de esa estúpida lancha.
            –¡Aimé! –grité, irguiéndome demasiado deprisa sobre esa cama de hospital.
            –Está bien, tranquila –me dijo mi madre, haciendo que me recostara otra vez sobre el colchón.
            <<¿Bien? ¡Si se estaba ahogando!>>
            –El helicóptero de rescate os salvó a los dos justo a tiempo. Está en el hospital también cielo, y no tiene nada grave –explicó mi padre.
            Me quedé más tranquila, aunque deseaba desesperadamente verlo por mí misma.

Estuve en observación varios días; tenía múltiples golpes y los médicos no se quedaron tranquilos hasta que comprobaron que no había sufrido ningún traumatismo.
            Cuando salí del hospital, Aimé ya se había ido del pueblo. Su familia se había llevado un susto tremendo y había decidido marcharse antes, deprisa y corriendo. Sus vacaciones se habían terminado.
Lo cierto es que las mías también. En cuanto me recuperé, volvimos a casa. Al final ese paraíso exótico había resultado más estresante que relajante. Mis padres habían perdido toda la chispa de la que habían hecho gala nuestros primeros días allí. Todo volvía a la rutina, que, por otro lado, tampoco estaba mal. No me apetecía estar en San José sin Aimé. Me daba mucha rabia no haber podido despedirme de él. Y ahora no sabía hacia dónde se podría dirigir su familia en esa caravana móvil que se habían comprado para viajar alrededor del mundo.
            Bufé frustrada, mientras me sentaba en uno de los bancos del parque que tan bien conocía. Mi ciudad, que nada tenía que ver con San José, se encontraba medio desierta a mediados de agosto. Media población se había ido de vacaciones, aunque seguro que les había ido mucho mejor que a mí, ya que no habían vuelto. No me quedaba otra que esperar a que mis amigas regresaran de sus respectivos viajes. Ellas no se habían ido de vacaciones en julio, como yo. Sus padres siempre libraban en agosto. Y bueno, también podría haber ido a visitar  a César, de hecho, llevaba allí tres semanas y no le había dicho que había regresado ya.
            La verdad es que no me apetecía su compañía. Yo quería a mi rubio de ojos castaños y sonrisa arrebatadora. Pero eso ya no podía ser.
            En eso había quedado todo; en una excursión mal calculada a un sitio maravilloso, con besos salados en mitad de la noche y una buena tormenta de aire y agua para finalizar.
            <<Encontrarás tu Alma entre las rocas del mar>>.
            Esa frase llegó como un susurro a mis oídos, arrastrada por el viento.
            Me levanté deprisa del banco, mirando hacia todos los lados. ¿Quién había dicho eso?
            –Alma –me llamó alguien desde atrás.
            Yo me giré rauda, para comprobar que no estaba loca y había escuchado su voz.
            Era él.
            Allí estaba con su enigmática sonrisa.
            ¿Era un reflejo de mi mente?
            Se acercó a mí, con pasos rápidos y elegantes.
            –¿Qué has dicho? –le pregunté, pensando en la frase que había escuchado antes, mirándolo con la boca abierta, sin parpadear, temiendo que todo esto fuese una ilusión y no volviese a verlo.
            Me cogió la mano y la besó. Su tacto era suave, cálido, real.
            –Eso fue lo que me dijo una bruja en mi último viaje. Que encontraría mi <<Alma>> entre las rocas del mar. Me sorprendió tanto que te llamaras así porque nunca creí lo que había dicho la vidente. Y ahí estabas tú, deslumbrante, en medio de ese paraíso marítimo, en la misma cueva perdida que yo había encontrado hacía un par de minutos.
            Me quedé sin habla. Pero, cuando pude reaccionar, lo abracé como una posesa.
            –¡Aimé! Creí que no volvería a verte nunca más. –Las lágrimas se apoderaron de mis ojos verdes.
            –Nunca digas nunca, y menos cuando se tiene una caravana –dijo él.
Ambos soltamos una carcajada.
Era el mismo de siempre y me daba cuenta de lo mucho que lo había echado de menos. De que era más importante para mí de lo que yo creía.
–¿Cuánto tiempo te quedas por aquí? –pregunté, bastante interesada. No pensaba perder un segundo de otra forma que no fuese estando con él mientras lo tuviese cerca.
Su sonrisa traviesa apareció entre sus labios y sus perfectos ojos marrones me miraron juguetones.
–Nos hemos cansado de andar para acá y para allá. Así que hemos decidido aparcar la caravana un tiempo, quizás para siempre. Bueno, salvo en periodo de vacaciones. –Calló unos segundos, pensativo, y luego añadió–: Ahora que he encontrado mi Alma, no quiero volver a perderla.
Le planté un beso en los labios, pillándolo completamente desprevenido. Ya no tenían gusto a sal, pero seguían sabiendo genial.
No me podía creer lo que estaba diciendo.
¡Se quedaba!
¡Conmigo!

4 comentarios:

  1. <3 ¡Me fascino! Me atrapo desde el primer momento.
    Escribes genial Enma. Pude imaginar cada lugar hasta el más mínimo detalle y sentir, completamente, todo lo que has relatado.
    Gracias por compartirlo. Saludos desde Argentina.
    -Verito-

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  2. Es muy bonito este micro relato Felicidades :)

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